La historia de Vicky by Ariel Torres de La Nacion
Un domingo frío y lluvioso de principios de agosto caminaba por mi barrio cuando en la puerta de un edificio de departamentos me encontré cara a cara con uno de los espectáculos más pasmosos que me ha tocado ver en persona. Manteniéndose a duras penas sentado, tdo piel y hueso, temblando de frío, con la cabeza gacha, vencido, agobiado, había un perro agonizando. Estaba enteramente sarnoso y con la piel llagada en muchos lugares. Por la boca hinchada y entreabierta perdía baba y sangre, al parecer a causa de una herida. Tenía el aspecto de un perro muy muy viejo, y ya no miraba alrededor, hundido en sus últimas horas de lucha. Una pequeña lucha, pero lucha al fin.
Cualquiera que lo viese pensaría inmediatamente en ponerlo a dormir , como dicta el eufemismo. Cuando me acerqué a ver qué podía hacer, ése era exactamente el clamor de varios vecinos que se habían reunido en torno del pobre animal. Algunos simplemente querrían terminar con tanto sufrimiento; otros encontraban que el espectáculo no era apto para un tranquilo domingo al mediodía.
Pero yo pensaba distinto. No sólo porque he sabido de animales en peor condición que, no obstante, se recuperaron, sino, y sobre todo, porque la muerte no es algo que se decida en asamblea pública. Ni la de un hombre ni la del mejor amigo del hombre.
Herido, esquelético y moribundo, el mejor amigo se había convertido ahora en una incómoda y desagradable molestia al buscar abrigo del frío en la entrada de ese edificio. Un señor de aspecto civilizado se acercó y casi con alivio, si no acaso con un dejo de alegría, preguntó: «¿Lo llevan a sacrificar?» La amistad ya no es lo que era, definitivamente (…)
La boca estaba muy mal, aunque la herida no parecía estar a la vista, y daba la impresión de haber estado mucho tiempo así. Alguien teorizó que lo habría atropellado un auto. Otro, que le habían pegado un tiro. Así que la desnutrición era el segundo peor problema; la perra estaría sobre todo deshidratada. En cualquier caso, nada más se podía hace en la vía pública. Teníamos que llegar a una guardia veterinaria, que estaba a unas quince cuadras (…)
Pero no todos bajan los brazos tan fácilmente. Antes de todo esto, una pareja del edificio había traído, en un acto de ingenua bondad, un plato con leche. Desde luego, la perra ni siquiera le había prestado atención. Pero esta pareja, Pablo y Mariela, serían cruciales en el desenlace.
Tenía una sola carta a mi favor, o más bien a favor del animal: casi nadie se atrevería a subir un perro en esas condiciones a su automóvil. Yo sí, por supuesto. Es más, hubiera caminado las 15 cuadras con el animal en brazos, si hubiera hecho falta. A la muerte no hay que cederle un palmo, si uno se encuentra en la situación de darle batalla. Agonía significa lucha en griego (…)
Así que el siguiente paso era llevar la perra hasta la guardia. Le pregunté a Pablo si se atrevía a acompañarme. Dijo que sí, sin dudarlo. Le advertí que la cosa podía ponerse realmente muy fea. No le importó. Excelente, tenía un aliado. No sería el último.
Hacía falta una caja, cuando menos, ya que no podíamos saber si lo que el animal tenía en la piel era contagioso. Di por supuesto que sí. Luego de unos minutos de zozobra, Mariela trajo una caja de cartón del tamaño adecuado.
Sin embargo, lograr que el animal herido entrara en la cajano iba a ser tarea sencilla. Nuestro experto puso manos a la obra, literalmente, y al intentar alzarla sólo consiguió un tarascón fallido, pero enérgico, lo que me indicó que había todavía esperanza; no está muerto quien pelea (…)
Un viaje de vuelta
El viaje hasta la veterinaria fue sin novedad, por fortuna, y en diez minutos teníamos finalmente a alguien que sabía del tema examinando al animal. El pronóstico era más que reservado, pero ambos notamos que la perra, al encontrarse e un ámbito extraño, sacaba la cabeza de la caja y miraba alrededor. Conozco a este veterinario, uno de los varios que trabaja allí, desde hace más de 15 años, y lo considero un amigo; pensamos lo mismo a la vez: «Está mirando, está alerta», dijo. Una buena señal.
Concluimos que el problema inmediato era la boca. Si no podía beber y alimentarse por sus propios medios, estaba más allá de toda posible salvación, por mucha voluntad que pusiéramos. Así que le dio anestesia y se dispuso a ver qué pasaba dentro de esas fauces. Decidí irme por unas horas, hasta que hubiera un diagnóstico definido. Estarme sentado ahí de poco servía.
Volví a las 6 de la tarde, como habíamos acordado, y así como entré el veterinario me dijo: «Ariel, mirá esto». Abrió una servilleta de papel y me mostró un pedazo de hueso de bife, cuadrado y romo de un lado y en punta y afilado del otro. «Lo tenía clavado en la garganta, eso era todo. Ya está con antibióticos, la lesión no es seria.»
Por eso, por un hueso con e que se había atragantado en ese típico atracón desesperado del perro callejero, querían sacrificarla.
El pronóstico no dejaba, de todos modos, mucho margen. «Pero -me dijo el médico- es un animal joven, tiene posibilidades». «¿Joven?», pregunté. «Sí, no tiene ni dos años.»
Llamé al día siguiente temprano. Ya había empezado a beber y comer por sus propios medios, me informaron. Comparado con la situación de 24 horas antes era un milagro. Pero estábamos lejos de ganar la batalla.
La enfermedad en la piel no era una sarna normal, sino una forma muy grave, no contagiosa, que demandaría semanas o meses de tratamiento, y no sería sencillo ni barato. Además, el cuadro de desnutrición y deshidratación había llegado tan lejos que era muy probable que sus riñones y otros órganos estuvieran irremediablemente dañados.
Bueno, no nos íbamos a echar atrás ahora. Esperaríamos los análisis de sangre y, si el animal tenía posibilidades de vivir, yo me haría cargo de los gastos y, al final, la llevaría a mi casa. Tenía in pectore un nombre para la perra, si todo salía bien, pero era temprano para eso. Demasiado temprano.
Antes de irme pasé a verla. Aunque su estado era desastroso, ahora estaba acostada, relajada y miraba alrededor con interés, como dispuesta a aprovechar cualquier posibilidd que el destino le estuviera ofreciendo. El veterinario me advirtió, no obstante, que no podíamos saber qué grado de socialización con humanos podía tener un perro hallado en condiciones de abandono tan extremas. «Un perro llega a este estado cuando ha sido rechazado incluso por sus propios congéneres», explicó.
Era cierto. Le debió llevar meses derrumbarse así, siendo un animal joven, y todo eso sin que ninguna persona la ayudara. Eso podía significar que se trataba de animal problemático. Correría el riesgo. En el peor de los casos, habría que enseñarle a usar una computadora y a no robarle la comida del plato a las visitas.
Las noticias fueron buenas al día siguiente. Los análisis de sangre indicaban que su estado de salud era, pese a todo, razonablemente bueno y más bien necesitaba dormir, comer y subir de peso. Respecto de la piel, el tratamiento era costoso, pero nada que, a Dios gracias, quebrara mis finanzas.
Pasé a verla al tercer día. Dentro de su jaula, ya se alegraba de er gente, se ponía entonces de pie y movía alegremente la cola. Comía, además, como una aspiradora viviente; después de haberla visto prácticamente muerta esa visión era sublime.
Despedida
Y así, con visitas semanales y un progreso lento, pero sostenido, pasaron dos meses y veintiocho días. Le creció el pelo, engordó y demostró no sólo estar socializada, sino también hacerse querer. El sábado 3 de este mes, cuando se despidió por fin de su hospitalización para venir a casa, todo el mundo en la veterinaria quiso saludarla, la mayoría lagrimeando. Pródiga en expresiones de cariño, como suelen serlo los perros felices, correspondió a los abrazos con saltos, lengüetazos y cabriolas.
Un rato después, cuando por fin la vi correr y saltar en mi patio le dije su nuevo nombre: Victoria.
Vicky, para los amigos, es el animal más inquieto, alegre y cariñoso que he visto en muchos años. Mis gatos no están del todo felices con la novedad, pero ya se irán acostumbrando, siempre lo hacen.
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